Mordó-Alvear, legado vanguardista


Legado Mordó-Alvear

Del 26 de octubre al 8 de enero

Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (C/ Alcalá, 137, Madrid)




Paseando por las salas de la colección permanente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando es posible hacer un sucinto repaso a través del desarrollo que el arte español ha tenido fundamentalmente desde el siglo XVII hasta el primer tercio del siglo XX. Obras de artistas tan representativos del patrimonio cultural español como Zurbarán, Goya, los Madrazo, Joaquín Sorolla, Juan Gris, o Picasso conviven en la que se considera una de las pinacotecas más importantes del estado. Sin embargo, la Academia apenas cuenta con piezas que superen cronológicamente a las Vanguardias Históricas, siquiera que sean parte de las mismas. En este sentido, el Legado Mordó-Alvear, que se presenta en las salas de exposiciones temporales, viene a cubrir dichas carencias, que habían dejado la institución anclada en el pasado dieciochesco y decimonónico, con algunos retazos del los siglos XVI y XVII, sin apenas asomarse a las expresiones artísticas del siglo XX.

No deja de ser sugestivo que el arte siglo XX entre en la Academia a través del nuevo órgano rector de gusto que sustituyó con el tiempo esas instituciones ilustradas. La galería, más cercana al ámbito del mercado pero también al de una interacción activa con el arte más actual, tiene un papel destacado, casi tanto como las obras, en la exposición que presenta el legado Mordó-Alvear. Y es que la figura de Juana Mordó inunda toda la muestra. Nada más entrar, frente a la puerta, un retrato suyo a lápiz realizado por Daniel Quintero en 1982 da la bienvenida al espectador que, tras dar unos pasos hacia el centro de la sala, se encuentra rodeado de las obras de los artistas con los que la marchante trabajó y que formaron parte activa en su galería. Lejos de ceñirse a un criterio cronológico estricto sobre el desarrollo de la vanguardia artística madrileña, la exposición opta por una distribución esporádica de artistas de distintas épocas, resaltando así el papel que Mordó y su espacio expositivo ejercieron como una fuerza dinamizadora del panorama artístico de la capital. Las 57 obras de los 22 artistas que componen la selección están dispuestas en una sala irregular (dividida a su vez en cuatro subsalas) sin ninguna separación espacial determinada, pero tampoco con una continuidad marcada, permitiendo así que el visitante pasee de arriba abajo y establezca relaciones formales y estilísticas entre los artistas por sí mismo. Sin la necesidad de ubicar a un artista específico en un movimiento o corriente concreta (aunque el espectador atento y conocedor de los artistas puede hacerlo si quiere), el efecto que consigue la exposición es recuperar la vitalidad de una galería como la que regentó primero Juana Mordó y más tarde Helga de Alvear. En una pequeña sala separada de las obras de los artistas, como cierre de la exhibición, se ha dedicado un espacio en exclusiva a la figura de Mordó. Mediante fotos, algunas frases, catálogos de las exposiciones realizadas en la galería, y artículos de periódico, se intenta reconstruir su importancia dentro del panorama artístico madrileño entre los años 60 y 80 como catalizador y plataforma de artistas, al menos durante veinte años.

En rigor, la importancia de Mordó en el mundo artístico comenzó en 1958 cuando, tras haber formado parte activa y logrado un gran prestigio dentro del mundo intelectual y cultural madrileño en los años 40 y 50, comenzó a dirigir la Galería Biosca, donde trabajó, entre otros, con los artistas del grupo vanguardista El Paso, quizá uno de sus más importantes éxitos. Cuando en 1964 inauguró su propia galería la figura de Mordó era ya un referente entre artistas y amantes del arte, lo que le permitió reunir una colección de obras muy particular, que, sin ser piezas clave en la trayectoria de los artistas con quienes trabajó, expresan el vínculo personal y continuo que la galerista mantuvo con muchos de ellos. Las obras que componen la exposición de la Academia pueden dejar indiferente a muchos, o constituir una pequeña decepción debido a la falta de piezas referenciales, que hablen por sí mismas de los artistas o los movimientos. La selección no es muy buena. Sin embargo, las obras consiguen revivir el significado que tuvo la galería dentro del mundo artístico, como espacio donde convivieron distanciados en el tiempo algunas de los creadores más relevantes del panorama español siempre canalizadas en la figura de Mordó. Por esta razón se ha optado por una distribución de obras acumulativa, capaz de desbordar y confundir al visitante, pero también de subrayar el sentido referencial de la galería. De esta manera podemos encontrar, por ejemplo, una plancha de Salvador Dalí frente las telas metálicas de Manuel Rivera, que a su vez se presenta junto a la serie de pinturas Homenaje a Julio González de Rafael Canogar; o las obras de José Guinovart cerca de dos pequeñas esculturas de Pablo Serrano y unas pinturas de Alfonso Bonifacio. En otra sala, el trabajo de artistas como Mitsuo Miura, Joan Fontcuberta o Jacinto Salvadó explican la presencia de largo recorrido que tuvo la sala, que superó la vida de su propietaria, fallecida en 1984, recayendo la dirección en las manos de la otra protagonista de la exposición: Helga de Alvear, de quien proviene realmente el legado.

Quienes esperen encontrar un profundo repaso por la vanguardia española de posguerra a través de las obras coleccionadas por Mordó y Alvear, no lo harán en la exposición de la Academia. No se debe olvidar que parte del trabajo de ambas residía en vender y dar salida a obras y artistas, por lo que las piezas escogidas no dejan de ser secundarias, que expresan más el vínculo de los artistas con la galería que el proceso de desarrollo del arte español. Más que hacer una revisión efectiva por el arte español de la segunda mitad del siglo XX, la exposición revela la atención e interés de Mordó por los creadores más significativos de ese período. Por otro lado, sí es posible reconocer en ellas a muchos de los artistas que fueron importantes entre los 50 y los 80, así como las aproximaciones plásticas que cada uno hizo de su trabajo. Tan sólo dos esculturas, las de Pablo Serrano, junto con las telas metálicas de Manuel Rivera dan la nota discordante en una exposición que está fundamentalmente dedicada a la pintura y al informalismo, donde no podemos encontrar otras expresiones artísticas de la segunda mitad del siglo XX como por ejemplo el conceptual o la performance, recordándonos indirectamente así el sentido mercantil que finalmente predomina en una galería. Lo histórico de la propuesta funciona más bien como la huella de una galería de referencia, que ayuda a ampliar el recorrido de la pintura española que ya se prolonga por más de cuatro siglos, hasta los años 80 del siglo XX, en la Academia de San Fernando.

Daniel Alcaire

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