Legado Mordó-Alvear, Museo Real Academia de San Fernando, sala de exposiciones temporales (calle Alcalá, 13. Metro: Sol)

El resto y la galería.

En estos tiempos que corren nadie diría que los bienes, si son espirituales, deberían ser entregados al pueblo sin exigir nada a cambio. Pero los bienes simbólicos, diría Bourdieu, ya no son una cuestión del espíritu sino del capital. Así que también las obras de arte son un buen negocio en la época de los negocios. Mientras que las hazañas prometeicas parecen un chiste; la estulticia de los generosos provoca risa. Uno solo regala lo que ya no puede usar. Además, hace poco Ángel González afirmaba que el arte ha sido secuestrado por los ricos… Pero digo yo, que si el arte ya no es portador de ningún aliento… para qué quiere el común de los mortales un objeto frío e inerte, que nada alumbra ni calienta ¿No parece este secuestro una señal de “indiferencia”? Pero acaso sea esto una cuestión de confianza y de generosidad. Yo me veo obligado a resaltar aquí que todo lo que tiene relación con Juana Mordó acaba por pertenecer al patrimonio nacional, como si de una cosa natural se tratara. Cuando en realidad se trata de un extraordinario acto de generosidad. De hecho su legado artístico más íntimo había pasado ya a formar parte de los fondos del Círculo de Bellas Artes. Y algo similar sucede ahora en el caso de Helga de Alvear, a quién le corresponde el mérito, esta vez, de la primera gran donación de arte contemporáneo español que recibe el museo de Bellas Artes de San Fernando.
Ahora bien, no es culpa del lector si desconoce el nombre de Juana Mordó. Y seguramente la exposición no ayude mucho a esclarecer su figura. A pesar de que recibe en 1983 la medalla de oro de las Bellas Artes, su difusión mediática no ha sido muy persistente. Con el tiempo, que sólo hace resonar la superficie de las épocas, qué queda de una galería de arte sino un recuerdo frágil y volátil… ¿Una galería acaso no es la alfombra en la que posan los artistas? Una confluencia del tiempo, el espacio, y los hombres. Las obras de arte pudieran ser al final simples anécdotas en el escenario de las relaciones humanas.
La casa de Juana Mordó (Salónica, 1899) se transforma en un salón para el ambiente cultural madrileño en los años 50. Reúne a personas de tan diverso calado como Aranguren, Laín Entralgo, o Gerardo Diego. Rápidamente estas habilidades sociales le permiten entrar en distintas instituciones artísticas públicas y privadas, hasta acabar dirigiendo la galería Biosca en 1958, punto cardinal del grupo El Paso y del informalismo español, y por tanto el verdadero foco de la regeneración vanguardista de posguerra. Finalmente dirige su propia galería, en cuya primera exposición se dieron cita Millares, Tapies, Canogar, o Chillida entre otros.
Ahora bien, en esta ocasión uno tiene que replantearse la validez del proyecto curatorial que se ha definido aquí. Estamos ante una muestra heteróclita de los “restos” artísticos de una colección, sin apenas contextualización. Sólo una pequeña sala al final, a modo de capilla, recoge algunos documentos gráficos pertinentes, algún retrato de Mordó y Helga, publicaciones de la galería, etc. Documentos más bien pobres, que tienen una nula capacidad divulgativa. Salimos de allí sin saber muy bien qué tenemos que agradecer y a qué personas.
Este legado comprende la evolución de la pintura española desde los años 50 hasta los 80. No es que sean obras significativas, pero son coherentes de manera transversal; es decir, uno puede deducir que línea de trabajo existían en aquel círculo a través la relación entre los artistas. Una pieza pequeña de Canogar (1935), Lodazal, desfiguración expresiva del grado cero de la pintura, se yuxtapone a otros cuadros de gran formato como Cabeza nº7 homenaje a Julio González, donde se reconoce la evolución clarificadora, hasta composiciones formales más elementales y menos expresionistas. Destacan los collages abstractos de gran tamaño de Darío Villalba (1939), cuyas ocupación premeditada del espacio bidimensional intenta formular el caos producido en la finita planitud de la superficie pictórica. Se yuxtaponen a su vez al tríptico Litoral; experimentos tectónicos de pequeño formato con menos peso cromático. Esta misma distribución en trípticos y dípticos se sigue empleando en el resto de las salas. Otras obras se aproximan a los experimentos constructivistas, bien por sus agresiones al plano pictórico o bien por sus dimensiones escultóricas, como en el caso de la única obra de Gerardo Rueda (1926-1996), o en Tiritaña IV de Manuel Rivera (1927-1993), planos elásticos de redecillas y cuerdas en un cajón, que rememoran inevitablemente los contrarrelieves de Tatlin. También podemos encontrar fotogramas de grandes dimensiones tomados por Fontcuberta (1995) que guardan una relación orgánica con las investigaciones formales y expresivas del resto de pinturas. El gesto caligráfico de Pijuan (1931-2005) es otra vía abierta en esta muestra tan heterogénea. Así mismo en la última sala se dan los mayores contrastes entre artistas cuyas superficies pictóricas exploran su propia ausencia en el cuadro, en el caso del japonés Miura (1946), como otros cargados de referencias a poéticas de los sublime, Fajardo (1941). En detrimento de estas obras se intercalan otras sin ningún hilo formal ni temático; son fruto del puro azar y la poca delicadeza del comisariado. Así podemos encontrar incluso la matriz de zinc de un aguafuerte de Salvador Dalí; piezas que vienen a distraer sin aportar más que confusión al legado. Los espectadores encontraran en esta muestra más bien una considerable cantidad de piezas fruto de la casualidad y los restos de la acumulación.
Y sin embargo, nos tenemos que preguntar si Helga pretendía, de una manera u otra, revisitar la figura de su mentora. Eliminar velos y esclarecer su importancia histórica. Algo que debería ser el hecho más relevante de la exposición queda relegado a un segundo plano más bien burocrático. Al contrario, nadie parece haberse esmerado para que dichas obras precisen un contexto, un relato interesante para el público que no haya tenido oportunidad de conocer la manera en que la estela cultural de las vanguardias se reinstauró en España, poco a poco, con sus peculiaridades y sus territorios grises (o más bien negros). También una época confusa, la de los 70, sin olvidar que muchos de estos autores representaron la facción más anquilosada en una España que pugnaba por lavar su imagen internacional mediante los encuentros de Pamplona. Seguramente la figura de Mordó tenía algo que decir en toda esta revisión de la historia cultural española. El escenario parecía perfecto, las posibilidades discursivas se prestaban precisamente a un proyecto más ambicioso aprovechando la ocasión. Pero al final queda un sabor amargo, el sabor de la pereza y del trabajo incompleto que nadie se atreve nunca a terminar.

José María Muñoz Guisado

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