Pinceladas de mujer

Berthe Morisot La pintora impresionista en el Museo Thyssen-Bornemisza

Hasta el 12 de febrero de 2012

Como bien representa Berthe Morisot en Eugene Manet en la Isla de Wight, la época que le tocó vivir estuvo dominada por la mirada del hombre. Por eso es tan único e importante poder contar con una visión femenina de la era impresionista como la que brinda esta exposición, más aún cuando es la primera vez que se le dedica una retrospectiva a esta artista en España.

Se pueden disfrutar, en las obras de esta francesa, los colores descubiertos al pintar al aire libre, plasmados con pinceladas evidentes, con manchas contrastantes que bailan, que despiertan el apetito de las pupilas. Pero hasta ahí es tan sólo una excelente exponente del estilo, mejor es lo que viene después: una paleta que acaricia la córnea, que es producto de un par de ojos discretos pero llenos de confianza, que es producto de una mujer que piensa, como la joven que observa a los demás mientras coquetea con el abanico en En el baile. Se inundan las paredes de joie de vivre y empapan a quien entra con lo mismo. Son los pasteles en las praderas, los blancos con salpicones en los vestidos, los azules de cielo a mar profundo en otros vestidos, los verdes caleidoscópicos en los jardines.

Cuadros de otros maestros yuxtapuestos de principio a fin con los de Morisot llenan la mente de líneas imaginarias que vinculan a la pintora con la luz descompuesta de Monet, el plenairismo de Corot, los parques burgueses de Renoir y otros hitos de ese trascendente período. Pero además, estas obras adicionales brillan por sí mismas con toques de genialidad tan indudables como el imponente bloque negro que es el traje de la Amazona de frente de Manet y la batalla que libran los verdes y los rosados en La casa entre las rosas, de Monet.

Hay en esta muestra varias obras de Morisot pintadas con un estilo que va quizá más allá del impresionismo y comienza a parecerse a un experimento de fines del siglo veinte: pinturas como Mujer pescando al borde de un lago y Velas, donde la artista apenas esboza dos o tres elementos en el centro del lienzo, y de ahí la imagen se va volviendo cada vez más difusa según nos acercamos a la periferia, hasta que en los bordes queda sólo el lienzo en blanco, cruzado por una que otra línea caótica. Esta idea permea también de cierto modo los retratos de la sala intermedia.

También están presentes numerosos ejemplos de esa gran serie de trabajos tan valiosos en los cuales la artista capta las actividades cotidianas de las mujeres que tenía a su alrededor. Las vemos paseando por el parque, tocando el violín, compartiendo con sus mascotas. Estas piezas están dotadas de un aura extremadamente femenina, hay una suave fortaleza, una intimidad seductora que dice “mujer” de la manera que sólo una mujer puede hacerlo. Si su relación cercana con otros maestros nos demuestra que vivió la pintura, como dijo Valery, entonces los retratos de actividades femeninas son la evidencia de que Morisot pintó la vida.

Muy interesante es encontrar dos obras donde una dama se mira a sí misma en un espejo, dos versiones de El espejo psiqué. A la primera, presentada en la Tercera Exposición Impresionista de 1877, la llamó Emile Zola una “verdadera perla, en las que los grises y los blancos de las telas interpretan una sinfonía muy delicada”. Es intrigante también el tema: la mujer se mira a sí misma, acción vana y profunda a la vez.

Porque toda práctica artística está impregnada de la historia del ser humano que la produce. Pero, siendo Baudelaire amigo de Manet, y Morisot pupila de éste último, es ella inevitablemente una flaneur, la espectadora apasionada de su propia existencia. Este nivel de autobiografía da especial relevancia a esta exposición, ya que los cuadros que la componen provienen en su mayoría del Museo Marmottan Monet de París, y forman parte de la colección cedida a esa institución por la familia Roualt, descendientes de la misma pintora, es decir, que estamos teniendo acceso a “los Morisot de Morisot”, como nos explica un texto a la entrada.

Dos piezas realmente insuperables son las pastoras tumbadas, una vestida y otra desnuda, que gracias a una buena decisión curatorial abren la última sala de la retrospectiva. Están cargadas de detalles hermosos, como el juego de la luz en la falda de la pastora vestida, el remolino de naranjas en el trapo que le cubre la cabeza, los suaves acentos en la piel de la pastora desnuda, y el fondo detrás de ella, que está a mitad de camino entre una laguna de Monet y una vegetación convertida en patrón a lo Manet. Por otro lado, ellas parecen ser parte de una narrativa fascinante en la historia del arte, en un tema tan extenso y tan intenso como es el desnudo. Estas pinturas fueron realizadas en 1891, un año después de que el gobierno francés comprara la Olympia de Manet, ya para entonces considerada por los intelectuales una obra maestra. Sin embargo, si comparamos a las pastoras con todos los desnudos que le preceden, incluyendo a La maja vestida y La maja desnuda de Goya, donde la mujer es un objeto sexual que posa para la mirada del hombre, en las pastoras estamos frente a una mujer que no posa para la mirada de nadie, más bien está tumbada plácidamente, pasando el tiempo, jactándose de la vida, perdida en sus propios pensamientos. La intención de Morisot parece clara, más aún cuando nos basta con voltear y ver la pintura de Eugene en la ventana, que está en la misma sala, a escasos metros, para apreciar la mirada masculina encarnada en ese otro Manet, hermano de quien pintara Olympia, quien fuera el hombre, literal y simbólicamente, en la vida de Berthe.

Y es quizás esa la mejor razón para ir a ver esta exposición: que a través de ese ojo y ese pincel tan femeninos se abre una ventana hacia la mente y el alma de las mujeres de esos tiempos, tiempos importantes para las mujeres francesas y del mundo entero, ya que comenzaba a tomar fuerza la lucha por la igualdad de géneros. Cuando Morisot tenía siete años, en 1848, el movimiento político liderado por Eugenie Niboyet intentó lograr el voto para las mujeres en Francia, cosa que se vendría a alcanzar casi un siglo después, en 1944.

Se trata entonces de una muestra muy bien pensada de una pintora fundamental en la historia del arte, con un trabajo cuyo significado trasciende incluso la esfera del arte y forma parte de la lucha social más importante de la historia humana.

Franklin Cordido

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